martes, 26 de septiembre de 2017

Mejor la ausencia

Había que leerla, ¿no?. Pues ya está. Leída. A ver si consigo que, desde una perspectiva literaria, no me sigan alcanzando los coletazos de esta “memoria histórica” que hay que reparar, completar, aclarar,…

“Mejor la ausencia” de Edurne Portela, tampoco me ha gustado. Es cierto que se lee como un tiro. La complejidad del relato ( a pesar de que la autora quiera envolverlo en un misterioso suspense… que no consigue) es tan escasa que no necesita demasiada atención.
Sus personajes me han parecido excesivamente estereotipados, difíciles de creer unos, otros excesivamente lineales. Y la extrema inestabilidad de la protagonista, ese carácter de anti-heroína que parece revestirla, no llega a encandilar ni a hacer que empaticemos con ella. Aunque es posible que éste sea el mejor logro de la historia.
Luego está ese afán de abarcar todas las miserias y las desgracias en un único núcleo familiar (¿cuatro hijos en el Santurce de los años 80?), porque parece que tiene obligación de universalizar en un grupo singular toda la historia. Una historia que no llego a reconocer como mía… salvo en su geografía.

Es de agradecer que esta vez la novela se quede en las 150 páginas.

domingo, 24 de septiembre de 2017

Contrapunto al domingo que viene

En la vida llega un  momento en el que uno deja de aprender. Porque las neuronas ya no le dan o porque no tiene ningún interés en seguir haciéndolo. Quizás, mantiene algunos campos del conocimiento, que para él fueron muy importantes, en alerta; quizás, surgen campos nuevos, diferentes, en los que aún le “pica la curiosidad”. Pero, en general, ya no es prioritario seguir aprendiendo.
Oigo desde aquí (ya llevan rato  pidiendo la palabra o, faltas de educación democrática, alzándose por encima de las demás) las voces de todos esos “de la tercera edad”, defensores a ultranza de que “nunca se deja de aprender”; “la vida no se acaba hasta el último segundo”; “siempre es tiempo para crecer y mejorar”; etc., etc. Son ganas de martirizarse, de no aceptar lo evidente, de no tener una actitud tranquila, no competitiva (ni siquiera contigo mismo), de no gozar (que ya va siendo hora) de lo que uno es y tiene sin pensar en lo que aún no es ni tiene.
Mi vejez no significa cese de la curiosidad, dejadez de cualquier esfuerzo intelectual o manual, abandono de cualquier novedad, negativa ante toda empresa distinta. Ni mucho menos. Pero el aprendizaje ya no es compulsivo, inmediato, maltratador de la ignorancia ajena. Ya no establece líneas claras de separación entre lo que tú sabes y lo que el otro ignora, entre lo que te interesa saber y lo que no “sirve” para nada.
Lo curioso es que estas reflexiones de mañana del domingo, cuando el domingo se distingue del lunes sólo porque en el pueblo hay algo más de gente (los del finde) o porque hoy viene a visitarte el hijo (que significa, siempre, más fiesta… y menos tiempo para el aprendizaje, a no ser que sea “importante” seguir al día de los contrastes generacionales), estas reflexiones, decía, nacen de algo tan simple como el afeitado de uno de mis vecinos.
Ved: tengo un vecino de 88 años, que (salvo cuando el tiempo climatológico lo confina en un trabajo de recogida que no permite perder el tiempo en otras cosas) los domingos se afeita temprano y sale al portal con “el traje del día de fiesta”, se sienta y espera a que otro vecino, más joven y con coche, lo acerque a la “ciudad” a echar la partida. Esta es una de las señales “pueblerinas” de que hoy es domingo.
Pues bien, esta mañana, después de charlar un rato con él, y como resumen de unas cuantas charlas vespertinas del verano, concluía yo en el reconocimiento de la sabiduría de una vida no dedicada al aprendizaje, pero que no ha prescindido de él.
Trabaja (sigue trabajando) la tierra, aunque, desde que yo lo conozco, “este es último año”, porque “¿qué necesidad tengo yo ya de seguir matándome?” y, “porque ya estas piernas no me dan para más”. Saca de ella una pequeña producción de (entre otras cosas) patatas, cebollas, alubias, y nueces (éstas de los árboles), que luego “vende” para sacar un dinerito. Produce también otras verduras para su consumo particular.
Pero, hoy, domingo, se prepara para su partidita y (aunque no me lo ha dicho) por si vienen compradores a su casa (al portal). Porque los domingos es frecuente ver cómo un coche se detiene junto a su puerta y el conductor sale cargado de bolsas, sacos o cajas.
Él no acude al mercado. Los compradores acuden a él. Y, para concluir, que a esto venía todo lo anterior, siempre (por lo que él me cuenta) se produce el mismo diálogo, más o menos así:
- ¿Me puedes poner dos sacos de patatas?
- No –dice él. Te tendrás que conformar con uno. Porque no tengo tantas. Porque me ha pedido fulanito y menganito y tengo muchos compromisos.
Cambiad el producto, las cantidades, las formas del diálogo, pero quedaos con el fondo: si te doy todo lo que me pides, no tengo para otro comprador, o sea que pierdo un “cliente” para futuros años; si no te doy nada, te pierdo a ti. Si te doy todo lo que me pides, cuando hagas propaganda boca a boca (que es la única que hago) vas a decir que se puede venir en cualquier momento, que siempre hay y voy a vender menos y voy a tener que estar más tiempo con la mercancía dando vueltas en el “almacén”; si te doy menos, vas a decirles a tus amigos que se den prisa, que no hay para todos… y que no regateen con el precio, que está suficientemente ajustado al mercado.
Nuestro viejo (escrito con todo el cariño del mundo), ¿habrá estudiado alguna vez marketing?
Y yo, ¿habré aumentado mi conocimiento, habré aprendido algo (sin importancia) de una mañana de domingo, que sólo existe porque es el colofón de toda una semana, de un día de otoño en el que se precipita todo lo esperado durante un verano?

Y, si no lo he hecho, ¿qué más da?.

miércoles, 20 de septiembre de 2017

Grita: Quiero ser independiente

Este blog choca a veces con mi pereza y ralentiza su marcha. Otras choca con algo más duro, con una sensación de que o escribo sobre determinado asunto o no sigo hacia adelante. Y ese determinado asunto no resulta muy apetecible, no se presta a  juguetear, es (o está siendo tomado como) demasiado serio, no apto para bromas. Y, cuando choca con esa sensación, el blog se detiene. Hasta que explota, porque el runrún interno no para y no me deja en paz.
Y ahí estamos.
Uno desea, anhela la independencia cuando se sabe dependiente. Sólo entonces, en ninguna otra situación. Pues me vais a permitir inventarme un tipo de ciudadano, uno que sea más o menos próximo a nosotros y a nuestros vecinos. No “el ciudadano medio”, que para eso harían falta sesudos estudios.
Erase una vez una mujer o un varón de mediana edad, casado, con un par de hijos adolescentes (o sea, entre 12 y 30 años) que viven en casa de sus padres, con trabajo más o menos estable (ambos progenitores) y con ingresos familiares en torno a los 3.000 euros mensuales. Estudios medios o superiores. Y patatín y patatán. Creo que este esbozo es suficiente para lo que sigue.
Cada vez que ella y él hablan de su casa, les recorre un pequeño escalofrío que les recuerda que la casa aún es más del banco que suya. Tanto que, en esa pasada crisis, han visto como algunos conocidos han sentido las garras del dueño empujándolos hacia la p… calle. Dependen del banco
Tienen, dicen, un trabajo. Pero alguno, malintencionado él, les susurra que más bien son tenidos por el trabajo, que alguien, sin saber nunca quién (en el teatro sería La Corporación) puede deshacerse de ellos. Saben que ellos no marcan ni el objeto del trabajo, ni el ritmo, ni el tiempo, ni la finalidad, ni… Dependen del trabajo
Cuando viajan, de trabajo o de asueto, lo hacen en un coche que han comprado –quizás aún no han terminado de pagarlo- a una multinacional, que decide cómo, cuándo, por cuánto,… lo venden. Llenan el depósito de gasolina, usan en casa y fuera de ella la electricidad, el gas, que les han proporcionado sendas multinacionales que no dan cuenta ni permiten la participación más allá de sus consejos de administración. Y utilizan un mobiliario y unos electrodomésticos que... Están informados por una prensa “libre”… Sus hijos reciben una educación de la que no son responsables, porque no tienen ninguna palabra ni sobre los objetivos, ni sobre las metodologías, los ritmos,… Dependen, dependen, dependen.
Es cierto que casi siempre, les cabría la posibilidad de elegir de qué Corporación depender: si de este banco o de aquella caja, si de esta casa de automóviles o de aquella otra, si de esta compañía eléctrica o de aquella otra, si leer este periódico o ver aquella cadena de televisión, … Es cierto que, casi nunca, les cabe la posibilidad de elegir entre ser dependientes o no serlo.
Quiero ser independiente. Y me gustaría que tú también lo fueran. Y que lo fuesen todos los catalanes y todas las catalanas (permitidme una vez la licencia lingüística de repetirme, usando el masculino y el femenino).
Ah!! Y me gustaría mucho que los catalanes dijeran lo que quieran decir… Y los asturianos… y los extremeños, e, incluso, los de Cuenca (por poner un ejemplo).

Menuda es esa democracia que no existe si no se respetan las normas, pero que es compatible con la prohibición de la palabra.

martes, 5 de septiembre de 2017

Diferencias de opinión

He dicho siempre (bueno, dejémoslo en muchas veces, que yo también he sido joven) que en literatura hay muchos juicios diversos, que cada uno tiene su criterio, que lo que a mí me parece bueno a otro no, que no creo que la verdad sea monopolio de nadie.
Cada vez me resulta más difícil recomendar una novela o rechazarla. Es cierto (también lo he dicho muchas veces) que determinadas novelas están  “objetivamente” mal escritas, porque se saltan aspectos importantes del relato, porque no explican o se sacan de la manga determinadas razones, porque confunden los lugares o niegan lo que han afirmado unas líneas antes, porque cometen errores lingüísticos o porque la cronología no es correcta.
Pero, todo eso al margen, ¿recomendar una novela?  A veces, una especie de “fanatismo” me pierde y leo cosas que me parecen tan buenas que no me resisto a recomendarlas. Otras veces sólo recomiendo determinadas lecturas a determinados lectores, cuyos gustos más o menos conozco y comparto. Y algunas otras veces “me cargo” alguna novela como una especie de venganza por la fama o los premios adquiridos (a mi modo de ver injustamente)
Así que no tienen nada de extrañar situaciones como ésta:
En mi blog, el pasado 26 de agosto, escribía yo: “Eso hace que haya terminado con la sensación de que me han colado una mala novela”.
Pocos días después, Paco Camarasa, en “casta@negraycriminal, escribía:Leemos que la novela No soy un monstruo, de Carme Chaparro, editada por Espasa, será llevada a la televisión por Mediaset. Como una de mis muchas manías es no ver lo que previamente he leído, porque, normalmente el lenguaje visual es otra cosa, y no está a la altura, les recomiendo vivamente que la lean antes”
Son palabras de Paco Camarasa, un hombre mucho más leído que yo, más entendido, más metido en este mundo y, sin duda, mejor crítico (aunque también tenga derecho a equivocarse)
Y es bueno dejar constancia de estas cosas. Por el bien de la literatura y de uno mismo

(Siempre, -sí, siempre- me costará creer que Marca tiene algo que ver con la literatura) 

domingo, 3 de septiembre de 2017

Fin de domingo otoñal


Aún no son más que la nueve de la noche, pero la foto explica perfectamente cuál es la atmósfera que se respira ahora en el “pueblo”.
Si alguien quisiera escuchar los ruidos que lo acompañan apenas acertaría a oír los sonidos del viento en las hojas de los árboles o el caer de unas gotas de agua, que contribuyen a crear una estampa más otoñal que veraniega.
 Y es que el otoño está ya aquí, por mucho que el calendario no se lo permita: las plantas y sus frutos, los pájaros, los árboles y la maleza, el “fresco” que llena el ambiente y que anuncia próximos fuegos en la chimenea, la “operación retorno” al trabajo,… los niños que ya se han recogido o que han vuelto a la ciudad.
Todavía hace un par de horas un viejo limpiaba las alubias recolectadas esta misma semana; gente joven charlaba en animados corros de sus hijos, de sus trabajos, de sus equipos deportivos; los niños recogían moras para los pasteles de sus madres, y algunos se preparaban para una última tarde de fiestas en el pueblo de al lado.
Ya no queda nada de eso. Sólo silencio, paz, tranquilidad, quietud,…
Ya comprendo que disfrutar estos momentos, escribir sobre ellos, sólo es posible si no hay que preparar el equipaje necesario para una semana de trabajo, si a uno no le espera una semana con muy poco silencio, paz, tranquilidad, quietud,…

Ya os llegará. Pero, no lo perdáis de vista. Está más cerca de lo que suponéis.