Aquella era
una mañana lluviosa, una mañana más propicia para quedarse en la cama que para
cumplir la orden que me habían dado: debía matar al hombre rubio antes de
mediodía, justo cuando él hubiera ejecutado a su víctima.
Lo seguí
desde el portal de su casa para no perder su pista. El hombre rubio, con
gabardina y sombrero, se dirigió hacia el metro. Debajo de mi paraguas, no le
perdí de vista. “Nadie sospecha que te
está persiguiendo un hombre con paraguas” - pensé.
El hombre
rubio llegó al andén y esperó. Subimos
al tren.
Una chica
joven con botas hasta las rodillas, falda corta e impermeable, entró en la
misma plataforma. Llevaba las manos en el bolsillo.
¿Pasaba algo
raro? “Que yo esté siguiendo al hombre
rubio, no quiere decir que alguien me siga a mí ¿Me estaré volviendo paranoico?”.
En la
estación de destino volví toda mi atención hacia mi próxima víctima. Su
sombrero destacaba dos pasos más adelante. Miré hacia atrás. Nadie me seguía.
La muchacha había desaparecido. Habría seguido su propio camino.
Subí las
escaleras mecánicas detrás del hombre rubio y ambos enfilamos la salida que
daba a la plaza de la catedral. Hice un giro rápido. No había nadie, pero me
pareció ver de refilón unas botas altas de mujer. Empezaba a sudar. “¿Me siguen? No –volví a repetirme. Yo soy el perseguidor”. Mi mano apretó la culata del arma que
descansaba en el bolsillo de la gabardina.
Continué,
decidido, tras el hombre rubio que cruzaba ya la plaza y se encaminaba a la
Catedral. Allí, en la puerta un hombre desconocido abatía a otro de un disparo
y lo remataba en el suelo.
Cuando fue a
darse la vuelta se topó con el hombre rubio que, en ese mismo instante,
disparaba su arma.
Yo tenía mi
pistola en la mano. Había llegado el momento. Disparé tres veces, me agaché a comprobar
que el hombre rubio estuviera muerto y me levanté para huir.
Y, mientras
me erguía iba viendo unas botas altas, una falda corta, un impermeable y el
negro agujero del cañón de una pistola que escupía su bala.
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