¿Echamos un tute?

¿Echamos un tute?
La noticia no le sorprendió. Llevaba un par de meses oyendo hablar de lo que podría ser y él tenía la certeza, adquirida a lo largo de muchos años de penalidades semejantes, de que si hablaban de ello era para ponerlo en práctica.
No compraba la prensa, aunque a veces la hojeaba en el Club. Era allí donde más había oído hablar de la medida que le afectaría. Sus amigos eran muy claros. Tenían la misma esperanza que él  en que las cosas mejoraran. O sea, ninguna. Desde su estoicismo sólo les quedaba el improperio: “que se lo metan por el culo”, proclamaban en mayúsculas. “Un 0´25% de subida, lo mismo que la luz y que la fruta”.
Cuando oyó en la televisión que los presupuestos generales del Estado fijaban esa subida para su pensión, dejó que el silencio sirviera de reposo a su gran rabia. Ni siquiera le dio por seguir mirando otras partidas que sí aumentaban en mayor proporción. ¿Para qué? La indefensión más absoluta era el pan nuestro de cada día.
“Y decían que íbamos mejor. El año pasado me subieron un 2% y las cosas estaban mucho peor”, ¿Para quién son las ganancias de tanto apretarme el cinturón?” – pensó.
Calculó, en aquella vieja calculadora que un día ya lejano le regaló su nieto: 631´30 por 0´25% = 1´58. Un euro y medio más cada mes, casi 633 ya, a partir del año próximo, eso era lo que le tocaba del estado de bienestar al que no debía haber contribuido muy bien en sus años mozos.
Y de ahí debía descontar el alquiler, “social” eso sí, el agua, la luz, el café que algún día se permitía en el club, y el  pequeño gasto de aquel móvil con el que casi nunca llamaba y al que aún le llamaban de vez en cuando sus dos hijos o sus nietos. Menos mal que comía poco.
Otro invierno de frío, de acostarse temprano para buscar el calor de las mantas y no consumir electricidad;  otra primavera de paseos interminables, en los que sólo gastaba suela, tiempo y conversación; otro verano intentando abusar del cariño gratuito de sus hijos para poder escapar de la ciudad, otro otoño desesperando de que la situación cambie el año siguiente.
Aquel no era su mejor día. No quería, no tenía fuerzas ya, para ver la botella medio llena. Estaba completamente vacía. No sabía por qué seguir viviendo, pero no tenía arrestos ni siquiera para planear su muerte. Hundió, un poco más, la cabeza entre los hombros. Vio a su alrededor otras muchas cabezas hundidas, se levantó, en un gesto de rebeldía inútil apagó el televisor, miró a aquellos viejos que dormitaban en los sillones, y rompió el silencio:

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