Cae
la tarde. El sol hace un rato ya que ha desaparecido. Sólo quedan unos pocos
resplandores rojizos. La oscuridad se va apoderando del ambiente.
Unas
pocas luces eléctricas alargan las sombras de los árboles y de los setos. Provienen
de las grandes casas de veraneo o de la tímidas bombillas que penden cada
quince o veinte metros de lo que un día pudo ser un farol de última generación
y hoy no es más que una débil iluminación de extrarradio. Dibujan pequeños
círculos luminosos que parecen aumentar su potencia a medida que oscurece.
Charo
ha prolongado, un poco más de lo que ahora mismo le hubiera gustado, el paseo
vespertino que todos los días da con su mascota. Mira a su alrededor con
aprensión, sin buscar nada concreto. Porque a Charo no le gusta la oscuridad.
Ya
desde pequeña la ha tenido un cierto respeto muy cercano al miedo, ese miedo
que alimentaron sus padres en razón de su sexo. Si camina con rapidez, aún le
quedan más de diez minutos para alcanzar las luces del pueblo. Su marcha
discurre por una larga acera que linda con urbanizaciones de veraneo y con una
carretera, no muy ancha, que la separa del campo abierto.
Tiene
36 años y vive sola con su marido. Así que todos los días espera su llegada del
trabajo paseando a su mascota.
Hoy
ha visto cómo el día levantaba a medida que trascurrían las horas. La amenaza
de lluvia matutina se ha convertido en una tarde de sol casi espléndido, aunque
estemos en febrero. Y eso la ha animado a dar un paseo más largo. A su mascota
le vendrá bien correr un poco sin correas que la aten.
Pero
sólo ha sido un engaño. Es todavía invierno, el sol ha caído rápido y las nubes
preñadas de tormenta contenida se han formado antes de que ella decidiera volver
a casa.
Empieza
a soplar un suave viento, que trae consigo frío y extraños sonidos, producidos
por el roce con las hojas de los árboles. El resto es silencio, salvo algún
ladrido en la distancia o el tránsito muy poco frecuente de algún coche por la
carretera.
Aprieta
el paso. Quiere llegar cuanto antes a casa. Y es entonces cuando le parece oír
unas voces. Aprovecha una cabriola de la perra y se gira con disimulo para
mirar a su espalda. Como a unos treinta metros se dibujan dos figuras. Le han
parecido jóvenes. No sabría indicar de qué sexo. De lo que no tiene ninguna
duda es de que sus ropas son oscuras, sus cabezas están cubiertas con capuchas
de lo que, supone, serán dos sudaderas y llevan los cuellos subidos.
La
parada ha roto el ritmo de su marcha y las dos posibles amenazas se han
acercado un poco más. Calcula que son más rápidos que ella. Si ahora puede
oírlos, es preciso que hayan ido acercándose, se dice a sí misma. Y, si se
acercan, terminarán por alcanzarla.
Escucha.
Intenta hacer silencio en su interior para percibir las voces y adivinar en su
tono si son amigos o no. Decide que sólo se puede tratar de una amenaza. ¿Quién
saldría en una tarde como ésta si no fuera con intenciones aviesas? Ya no
recuerda que fue el buen tiempo el que la animó a salir. Van a por ella, piensa.
Quiere correr y no puede. Intenta acelerar el paso, mientras afina el oído para
tener constancia del espacio que media entre aquellos dos y ella misma.
Pero,
su pretendida aceleración resulta insuficiente. Las voces suenan cada vez más
próximas. Son jóvenes. Una de ellas es de un varón que ahora grita, aunque
Charo no consigue entender qué. La otra voz no consigue identificarla.
Al
fondo un coche dobla por la curva y viene hacia ella. Duda sobre si hacerle
señas para que pare. La idea de que quizás no haga sino el ridículo no la deja
reaccionar. Los focos justo le sirven para confirmar que la pareja está ya muy
cerca, que sí que visten de oscuro y que sus rostros no se pueden distinguir.
Son menudos. Ninguno de los dos parece excesivamente fuerte. Pero, sus manos
están ocultas en los bolsillos. Y sospecha que en ellos cabe cualquier clase de
arma o de objeto contundente. No le queda ninguna duda de que la van a atacar.
Cuando
las voces se avecinan, Charo se da cuenta de que no puede comprenderles porque
hablan una lengua que no conoce, uno de esos condenados idiomas del Este que
tanto suenan en las plazas del pueblo y que no hay quien entienda, se dice a sí
misma. Y el miedo crece. ¿Qué se estarán diciendo? Nada bueno, seguro.
Acaba
de dejar atrás una de las tristes farolas que alumbran el camino. Llama a su
perra, como si ella la pudiera proteger en caso de agresión y termina por
paralizarse. Se queda quieta, presa de un gran nerviosismo que la mantiene tirante.
Las sombras se acercan muy rápidamente y
se hace a un lado.
Al
moverse de costado tropieza con el dueño de una de las sombras y de rebote con
el otro, que se ha desviado para evitar el encontronazo. Siente sus cuerpos
duros y ve que las manos del primero siguen en el bolsillo. La tensión no le
permite hablar. En apenas unos segundos va a derrumbarse. Suda.
Y
entonces oye la voz de uno de ellos. En un castellano difícil y esponjoso dice
“perdone”. Y luego, por el otro costado, escucha: “buenas tardes”.
Charo
les deja la acera libre para que pasen. No es capaz ni de contestar al saludo. Se
abraza a su perrita, se recuesta contra el muro, respira hondo y sigue su
camino, rápida, sin dejar
de mirar a derecha, a izquierda y atrás.
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