La plaza era un espacio demasiado
abierto. Estaba segura de que la habían visto. Lo contrario era prácticamente
imposible. Si seguían los caminos que ahora recorrían se darían
irremisiblemente de bruces.
¿Dónde esconderse? ¿Cómo desaparecer
de su ángulo de visión? El terror se apoderaba de ella paulatinamente. Sentía
que cada paso la conducía al más horroroso vacío. Hacía guiños con sus ojos
para engañar a su mirada. Quizás se estuviera equivocando.
Pero, no. Eran ellos y la habían
visto. Los ojos de los dos sonreían perversamente. Los dos disfrutaban con la
situación. Recreaban escenas ya vividas de miedo sin fin. Y sus voces sonaban
cada vez más cercanas. Ahí estaban, a un solo paso. Levantaban sus manos para
saludarla, aquellas manos que desencadenaban un dolor y un sufrimiento
absurdos, sin sentido, sin razones.
No había ya nada que hacer y se
entregó, se puso en manos de sus torturadores. Otra noche más la habían
capturado. La pesadilla no había hecho más que comenzar.
.............................
Aquel mismo día por la tarde había
sucedido por última vez. Se le habían acercado sonrientes, con cara de
amiguetes. Eran unos compañeros agradables, o así se lo parecían a todos los
demás. Se habían cruzado en una zona de la escuela totalmente abierta, sin nada
que obstaculizase la vista. Imposible rehuirles, pasar desapercibida
Tenía que pagar. Por la mañana
se lo habían dejado claro: o les proporcionaba los cigarros de la tarde o vería
su vídeo guarro en Internet. Unos simples cigarrillos: jamás tiraban de la
cuerda más allá de lo que ella podía pagar.
Un día, un sábado por la tarde había
cometido el error de fiarse de ellos. A Laura, aquella tarde, le habían parecido los más simpáticos de la
fiesta, los únicos merecedores de verla e incluso de guardarla en un vídeo.
Luego llegó el chantaje. Los
pequeños chantajes diarios que la iban poniendo cada vez más nerviosa y al
borde de una explosión descontrolada.
Y aquella tarde, en aquella clase,
con aquella profesora de pinta despistada, con una excusa imbécil que ni
siquiera llegaba a motivo, después de haber recorrido el tiempo que mediaba
entre el espacio demasiado abierto y el encierro de la clase, previo paso
clandestino por una zona libre de miradas ajenas y de la entrega de la
mercancía, aquella tarde, explotó. Irracional. Sin sentido. Sin que nadie
comprendiera lo que pasaba. Ni ella misma.
....................................
Aquel día llegó
más tarde a casa. Mucho más tarde de lo que acostumbraba. La habían expulsado
de clase y su madre lo sabía. La estaría esperando muy mosqueada. Y con razón.
Esta vez con razón. “Mi madre,... con razón,...”, sacudía incrédula la cabeza
como para alejar semejante posibilidad, hasta hace poco imposible.
El
tiempo entre la escuela y su casa se le hacía eterno, pero lo estiraba y lo
estiraba pensando la tontería esa de que “el tiempo todo lo borra”. Cuanto más
tardara en llegar a casa más se le olvidaría a su madre la llamada telefónica
del tutor. Menos explicaciones tendría que dar.
Pero
aquella tontería fue la que la salvó. El tiempo, el que había vivido su madre,
había borrado de ella todo atisbo de venganza contra su hija. Ella no era quien
debía pagar por su vida aburrida, triste, sin ilusiones concretas. El tiempo,
la edad vivida, había borrado de ella la impaciencia, la urgencia por
solucionar los problemas a gritos.
Y
empezó por preguntar. ¿Qué había pasado? A Laura, que esperaba otra cosa, la
pregunta la desarmó, la dejó sin ninguna de las excusas que había imaginado
desde la escuela hasta casa. Y se enfrentó a la pregunta: ¿qué había pasado?
Ya
no le preocupaba la reacción de su
madre, la bronca del tutor, lo que los demás pensaran,... No. La pregunta era
directa y la respuesta estaba en ella. No podía desviarla hacia los demás. “Qué
había pasado?”
Laura
lo contó todo. La sencillez de la pregunta de su madre la había dejado
sin dobleces posibles, su tono de voz y el calor de su mirada habían
acabado con sus defensas y sus miedos.
Lo
necesitaba. Ya no podía aguantar más. Primero hablaron, luego lloraron juntas.
O quizás fuera al revés. Los recuerdos de aquel momento nunca estuvieron
claros. ¿Razonaron? ¿Vieron los pros y los contras? También. Después. Lo único
que Laura sabe con seguridad es que de aquella conversación surgió una línea de
actuación muy diferente a la que hasta entonces había llevado y las fuerzas
necesarias para llevarla a cabo.
..............................................
Hasta mediodía aquel sábado había
sido muy parecido a los últimos. Se había levantado tarde, se había entretenido
en su aseo, había desayunado con calma y sin apetito y se había dedicado a “sus
cosas”: chateo con las amigas, arreglo del armario,... También había ayudado en
casa: un par de recados, la limpieza del cuarto de baño y poner la mesa.
Vivía con su hermana pequeña y su
madre, “una divorciada que trabaja en una oficina y desprende amargura,
incomprensión y aburrimiento allí por donde pasa”, tal como ella la definía
cuando hablaba con sus amigos. Con ella no se podía ni hablar. No escuchaba,
nunca se ponía en su lugar, sólo sabía rallarla continuamente: los estudios,
las amigas, los chicos, la ropa, el horario, las comidas,... Nada se le
escapaba. Nunca estaba contenta: “su hija todo lo hacía mal”.
Aquel sábado, sin embargo, Laura
estaba de peor humor que otros y nada tenía que ver con su madre. La tarde
anterior su amiga la había dejado tirada para irse un rato con un chico que
ella sólo conocía de vista y que no le gustaba demasiado. Había tenido que
volver a casa antes incluso de la hora que su madre ponía como límite. Y las
explicaciones que su amiga le había dado aquella misma mañana de sábado no
abrían buenas perspectivas: había quedado para esa tarde con el mismo chico y
ella no tenía otro plan alternativo, no sabía qué hacer.
¿Quedarse en casa con su madre una
tarde de sábado? ¡Qué locura! Había chateado con un par de chicos y con otra
amiga, pero todos parecían ocupados en planes que no le apetecían ni un poco.
Cualquier cosa menos quedarse en casa. Se dejaría caer por el Casco Viejo a ver
qué pasaba. Ya encontraría a alguien conocido.
Aquel sábado su madre no iba a
tocarle las narices. Así que la discusión durante la comida fue un poco más
fuerte que lo habitual, pero también aquello era cada vez más frecuente. “Cada
vez resulta más difícil tener una conversación con ella”.
No tardó en desaparecer en su
habitación. Vio la televisión hasta media tarde, se preparó y salió de casa.
Cuando llegó al Casco Viejo se paseó
por distintos lugares buscando caras conocidas. Definitivamente parecía que
aquel sábado todos tenían otros planes. Sólo había visto de pasada a aquellos
dos de clase, los que se habían incorporado a su curso el pasado septiembre y
con los que no había cruzado más de dos palabras.
No le caían bien. No sabía por qué,
pero no le parecían trigo limpio. Sin embargo, era todo lo que había. O lo
dejaba y se iba para casa o lo cogía y pasaba el resto de la tarde con ellos.
Así que se acercó, sonrió y comenzó a hablar con ellos. No eran ni
desagradables, ni maleducados. Su conversación, por momentos, resultaba amena y
divertida y, a medida que bebían y fumaban, cada vez más suelta y espontánea.
En un momento de la noche le
invitaron a tomar una pastilla. Nunca lo había hecho antes, pero no se iba a
rajar, no ese día. Lo estaban pasando muy bien.
Se mareó. Por un momento se le fue
la cabeza y perdió la noción del lugar y el tiempo. Pero sólo fue un momento.
Enseguida se recuperó y, aunque se sentía insegura, continuó la juerga.
Uno de ellos propuso darse un beso.
El otro la rozó suavemente. Buscaron una zona más oscura y jugaron a tocarse y
a besarse, a acariciarse mutuamente.
Fue entonces cuando el otro se lo
pidió. Quería tener un buen recuerdo de ella y de aquella inolvidable tarde.
Nunca lo había pasado tan bien. Jamás hubieran pensado que aquella chica un
tanto estirada que se sentaba en el tercer pupitre a la derecha tuviera tanta
marcha y fuera tan interesante. ¿Por qué no enseñaba sus pechos a la cámara de
vídeo de su móvil y se dejaba grabar mientras se los acariciaba en una postura
que resultara “interesante”?
Nadie más se enteraría. Sólo ellos
tres. Y él soñaría con ella todos los días. A partir de ahora vería el vídeo
todas las noches. Sería su estrella de cine preferida.
No pudo, no quiso o no supo negarse.
Le hacía ilusión. Había alguien para quien ella iba a ser la persona más
importante. Alguien iba a mimarla a diario desde entonces. Y soltó los botones
de su blusa y continuó su desnudo mientras el móvil de uno de sus nuevos amigos
almacenaba sus imágenes durante minuto y medio.
Luego se fue a casa. En una nube. De
alcohol, de drogas, de autoestima. Había empezado la pesadilla.
..............................................
-
Por lo que me cuentas, sabes perfectamente que has hecho una tontería y que lo
estás pagando duro. ¿A qué esperas para acabar con la situación? - decía la
madre.
-
Me siento cogida en una red. No me puedo mover. Si me rebelo, tirarán del hilo
y todo el mundo sabrá que soy una sucia borracha.
-
Entonces, que nadie lo sepa. Pero, déjales sin hilo del que tirar. ¿Quieres
saber cuál es ese hilo? Tu cobardía. Saben que no te vas a rebelar nunca, que
no tienes narices para plantarte. Piensa. Si acabas con tu cobardía, si te
muestras mucho más valiente que aquella tarde de sábado, habrás ganado la
partida.
-
No puedo (volvía a llorar Laura), no puedo. ¿Cómo se hace eso? Es muy fácil
hablar. Pero, tú no has visto sus ojos, esa mirada que vive una y otra vez en
mis noches de pesadilla y en mis mañanas de colegio. Esos ojos que me devuelven
mis pechos sucios.
-
Sí podrás. Si juntas valentía, inteligencia y una táctica adecuada, tú sola lo
solucionarás. Convéncete: ellos sólo serán valientes mientras tú seas cobarde;
ellos sólo serán dominantes mientras tú se sientas dominada; ellos sólo estarán
limpios mientras tú te sientas sucia. Entiende que cometiste un error y que ya
has pagado. Di basta.
....................................
Lo primero que hizo fue mirarles de
frente. El espacio seguía estando abierto, pero su mirada no vagaba ya en busca
de un escondite. Directa a sus ojos. De uno a otro.
Y luego un no rotundo. Sin titubeos.
“Se os ha acabado el chantaje”. (Sudaba, aunque no se le notase) “Si vosotros
vais a Internet yo iré a la policía. De hecho, ya he ido. Lo saben todo. Todavía
no hay ningún delito y no pueden intervenir. Pero, lo harán en cuanto mis
imágenes circulen por la red. Os estamos
esperando.”
Era un farol. Pero, ¿cómo lo iban a
saber ellos?, ¿se arriesgarían?, ¿qué podían ganar? Aquel era el tipo de
preguntas que su madre y ella se habían hecho mientras buscaban la mejor
táctica. El riesgo no es la actitud más querida por los cobardes y aquellos dos
lo eran, tal como había sospechado su madre.
Allí, en aquel farol, se acabó la
extorsión . No podía ser de otra manera.
..................................
A la mañana siguiente uno de sus
compañeros de clase dejó escapar la frase que luego se repetiría por doquier:
“¿qué le ha pasado a ésta? Parece otra.”
Y Laura pensó que la historia no podía acabar allí. Se repetía la pregunta,
aunque esta vez no la hiciera su madre. Parecía que el asunto comenzaba a
desbordar el ámbito familiar para buscar su desarrollo allí de donde provenía:
su círculo de amigos y conocidos del colegio. “¿Qué había pasado?” La misma
pregunta directa, para ella, sin posibles respuestas equívocas y escapistas.
Había que responderla. En voz alta y pública.
Había
que ser, de nuevo, lo suficientemente valiente cómo para denunciar la
situación: el poder perverso del alcohol tal como ellos lo tomaban; el escaso
valor que concedían a su cuerpo; la existencia de chantajistas que se
aprovechaban del momento; la falta de valentía cuando en verdad hace falta.
Había que aclarar tantas situaciones,...
Era tan necesario que ellos, adolescentes y adultos, juntos y separados, hablasen
y se trasmitiesen sus dudas, sus cobardías, y sus ilusiones, sus fuerzas,...
Cuando Laura se sintió un poco más
segura, un tiempo después, aprovechó un
momento oportuno para contar en clase su historia, toda su historia. No dio
nombres. Tampoco hacía falta. Al fin y al cabo ya ninguno de los personajes de
esta historia era el mismo que la había empezado, aunque siguieran siendo
Laura, su madre, y los dos chicos.
Y, mientras lo contaba, pasaban a
mil por hora las sensaciones que se agolparon durante aquel mes que le pareció
eterno. Sólo al final sonrió, para sí misma y para su madre. Sólo cuando pidió
perdón a la profesora, con la que se había cruzado aquel día en que fue
expulsada de clase, se sintió verdaderamente valiente. Sólo entonces acabó la pesadilla.
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